The family fallout shelter

En la guía para inspectores de Hacienda de los EEUU, existe un epígrafe que hace referencia y desarrolla con sumo detalle cómo un funcionario del Tesoro ha de actuar para proseguir con la recaudación de impuestos tras un holocausto nuclear.

Eso es optimismo. Quizás estupidez.

Yo no logro diferenciar una cosa de otra.

Pero sé de buena tinta que existe ese ridículo epígrafe, aunque en el instante en el que soy consciente de ello tan solo tengo once años.

Y contemplo con terror los dos metros que separan un tejado del otro, que sobrevuelan las maltrechas aceras de mi barrio que emanan tragedia. Son esas dos zancadas que algún arquitecto inconscientemente ha colocado ahí , para que esa mañana de un sábado soleado pero fresco, hablen de mí sin matices: seré un muerto o un cobarde.

Porque si  logro saltar esos dos metros, si cubro con mi infantil impulso ese mortal abismo que aparta un techo del otro y evito los sucios adoquines que auguran mi caída, la única y pírrica recompensa que lograré es que nadie se ría de mí.

Porque los demás ya han saltado. Ya lo han hecho.

Y alguno, con quince marzos en sus rodillas, hasta se permite el lujo de fumar una colilla mientras contempla con pitorreo mi gélida mirada de horror.

Todos ellos son más altos, más fuertes y probablemente más idiotas que yo.

Pero han saltado.


Y nada importa cuando uno tiene que elegir entre ser un prematuro cobarde o un fiambre precoz.

Tal vez no sea más que un niño, pero ya intuyo con nitidez que se puede ser cualquier cosa en esta vida menos un cobarde.

Que cobardes vivos los hay en todos los rincones, y que solo estar vivos los diferencia de los cobardes muertos.

Así que alzo la barbilla y aprieto los dientes a la vez que abro los brazos y encojo los hombros como insinuando, con ese ademán altivo, que le estáis sugiriendo al fuego que no os queme.

Así que retrocedo, contando mentalmente los pasos que me separan del punto y final o del punto y seguido. Tomo carrerilla hasta que mi espalda toca la pared y en ese preciso momento el mundo se hace pequeño ante mí.

Minúsculo.

No hay ya más lunes, ni deberes o clases de judo al acabar la jornada, ni padres discutiendo, ni balones que rematar con picardía entre dos defensas, ni cascos de botella que bajar a la ultramarinos para rellenar de vino dulce a la hora de comer…

Sólo hay un tejado separado de otro por doscientos centímetros y quince metros de caída ajenos a cualquier tipo de compasión.

La gravedad, al igual que el caos, es justa.

“¡Puto rajao!”, grita uno.

Y al instante, de golpe, como impulsado por un resorte, salgo percutido por mi orgullo en una carrera desesperada.


En el manual que manejan los inspectores de hacienda estadounidenses, hay una frase que reza así: “el poder de los proyectiles atómicos es limitado, así que sus probabilidades de sobrevivir son más altas de lo que espera”

Yo tengo once años y cabalgo desbocado hacia un abismo, pero sé y lo sé porque lo he leído en alguna parte, que algún idiota del país más poderoso del mundo ha escrito esa soplapollez en una guía oficial.

Y mientras corro hacia la incertidumbre estallo en carcajadas. Y tengo miedo de que mi risa, tan inoportuna como tóxica haga que me fallen las piernas o que quizás se escape el aire de mis pulmones o se extravíe, en el peor de los segundos, mi supuesta cordura.

Tengo pánico pero mido, mido y ajusto y  mi pie derecho que se proyecta un par de pulgadas sobre el abismo.

Y entonces me impulso.

Porque de eso va un salto de verdad.

De impulsarse hacia la duda con la más absoluta de la certezas.

Y después dicen que no se aprende nada de la temeridad.

La vida cogida por pinzas, como un calzoncillo húmedo, hasta que alcanzo valiente y violento el otro lado, impactando como un avión sin tren de aterrizaje, y tras tres o cuatro volteretas me quedo tumbado con mi espalda sudorosa sobre el tejado y con mi rostro orientado hacia un cielo limpio e interminable, de un azul claro, triste y obsceno.

Respiro.

Respiro.

Agitado pero aliviado.

“¡De puta madre, tío!,¡dame la mano!”, me ofrece con putrefacta condescendencia una sombra recortada en un contraluz solar. La rechazo con un gesto mientras recupero el aliento y digo:

“Los perros”

“¿Qué cojones dices de los perros?”, me pregunta divertido

Bendita temeridad.

Los perros no son unos hijos de puta como vosotros, esos que decís ser mis amigos

Lo digo bajo un sol que se descuelga cagándome desde de los contornos añiles del firmamento.

Como ese relámpago final que acabo de esquivar contra todo pronóstico.

Y es que a pesar de su capacidad destructiva, hasta la estupidez atómica posee un poder limitado.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies