La mirada que no enfoca

“¡Decencia, señores, decencia!

Decencia es aquello que les enseñaba su abuela cuando eran unos mocosos”

 

“La hoguera de las vanidades” de Thomas Wolfe


 

 

Sólo quiero decirte que van a cerrar ALCOA. Quinientas familias a la puta calle. Aún no lo sabe nadie, ni los trabajadores. La ciudad va a arder

Esa fue la llamada. Sin más. Una fuente fiable. Un amigo extraño. Un amigo leal.

Benditos y escasos amigos. Cada vez menos.

Cada vez mejores.

Saber antes que nadie que el mundo se acaba, aunque no sea el tuyo, siempre impresiona un poco.

“Ni el Delegado de Gobierno lo sabe”, apuntilló, “esto es oro puro. Aunque sea basura. En un par de horas será oficial”

Bien. Gracias por la bomba.

Así que colgué el teléfono y le dije a Moncho Fuentes: “chaval, vamos a hacer esa foto al rectorado bien rapidito y nos piramos a donde yo te digo que nos vamos. Porque va a pasar esto, y esto que va a pasar no lo sabe ni Dios y dicen que Dios lo sabe todo. O por lo menos lo sospecha

Y Moncho entonces alteró una ceja en su rostro, aceleró el paso y dijo “joder”

Y ya está.

Nada más. Porque Moncho está de vuelta. Casi treinta años de calle y de cámara triturando cervicales te hace sabio, descreído y clarividente.

Sabe y entiende de sobra que el mundo se va a acabar. Y que el día que eso suceda, con un poco de suerte, uno tendrá un ápice de batería para tirar esa última foto.

Y después a tomar por el culo, que es lo natural y lo acordado.


Por lo tanto, media hora más tarde el cielo es agorero. De lluvia y de frío.

Y ya estamos allí, a escasos metros del desastre, a un paso de un drama que conocemos antes de que ocurra.

“Ya es oficial. Lo ha dicho el Presidente de Asturias. En Coruña y Avilés. Así suman casi mil”, me comenta Cabalar, fotógrafo de EFE.

“Lo acaban de colgar en la web de La Voz”, subrayo.

“La Voz miente”, responde por soltar una gracia de oficio, si es que ha lugar, con una sonrisa amarga colgada en su rostro .

Agria como el hedor de un muerto.

Porque la verdad es terrible, pero es la verdad.


Al rato ya chispea. Las nubes parecen atormentadas, y las televisiones, haciéndose eco del drama, van cercando la entrada, como tiburones que curiosean en torno a un futuro festín.

Los trabajadores comienzan a salir. Con la firmeza de la dignidad en sus pupilas y la tristeza tallada en las arrugas de sus rostros.

Dicen, chillan, afirman y juran que resistirán.

Y estoy seguro que lo harán.

Resistirán bajo un sol indeciso o bajo la lluvia taciturna de un octubre más, que en silencio y sin remordimientos, nos engulle con indiferencia.

Y resistirán sólo porque es lo que único que hay que hacer.

Para que la cosa no sea fácil, para hacerla complicada, difícil, tortuosa, para que cada palmo, cada metro, cada maldita pulgada de su orgullo cueste un mundo ganarlo.

Resistirán, lucharán, se dejarán la piel en el empeño. Lo harán por ellos, por sus familias, por lo que fueron y por lo que son, por lo que anhelan ser y algunos por lo que desean que sus hijos sean.

La lucha será larga, agotadora, heroica.

Y además es posible que batiéndose a la desesperada, y en medio de la vorágine, puede que hasta atisben un haz de luz.

De esperanza.

Pero hagan lo que hagan perderán.

Porque perderán. Es lo único seguro.

Porque de eso va todo.  De que todos pierdan para que ganen unos pocos.

Este es el mundo que hemos engendrado, el que hemos amasado y el que hemos construido.

Y el que tal vez nos merezcamos.


Sin embargo, el consuelo, lo maravilloso, incluso lo divertido del asunto, es que a esos sujetos oscuros, trajeados y sombríos que se ocultan tras indescifrables algoritmos financieros y que dirigen despiadadamente los hilos de nuestras vidas, también se les puede hacer sufrir empuñando las armas de la decencia.

Así que mientras tiro fotos, me digo a mí mismo que espero y deseo que esas zarigüeyas suden, y mucho, y que griten y maldigan mil veces en el parqué del IBEX.

Que les cueste ganar, que sufran, que odien aún más de lo que saben hacer.

Espero que toda esta gente, decidida en su lucha y fatalista en su destino, pueda resistir hasta el último aliento para darse el gusto de hacer que la victoria de toda esa pandilla de desalmados no sea una alegría, sino  un condenado alivio.

Les toca el turno a los dirigentes sindicales que hablan a los medios de comunicación.

“Esto ha sido una canallada”, afirman.

Lo afirman con rabia en sus miradas.

Otros, sepultados bajo un casco, ya lucen en sus ojos la de los mil metros, como la que describía Leguineche en los soldados que regresaban del frente. Esa mirada que encierra el temor a la incertidumbre, el vértigo al abismo del mañana incierto.

Tantas familias. Es un horror insoportable y aséptico. Un misil lanzado por un dedo anónimo a miles de kilómetros de la fábrica.

Tal vez en unas horas a muchos otros se les llenará la boca con palabras grandilocuentes, de esas que les caben entre los dientes por casualidad y que sólo contienen el aire de la apariencia y de la intención de voto.

Las soluciones, como siempre, llegarán tarde.

Y es que la esperanza no se dice, se da.

O uno se calla y punto.


Vámonos, estoy empapado y hambriento”, digo,”yo ya tengo foto”

Así que mientras entro en el coche contemplo la imagen de un par de obreros en la pantalla de mi cámara y me encojo de hombros antes de resoplar.

Entre satisfecho y angustiado.

Y es que la verdad, con toda su violencia, todavía reside en los ojos de los hombres.

 

 

 

 

 

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