Cuando Chronos perdió su reloj

Por capricho y a las bravas detengo de golpe el coche de alquiler. Tiro con violencia del freno de mano y hago que derrape unos metros y se deslice torpemente sobre la pista de arena. La polvareda me envuelve durante unos segundos y se me escapa una sonrisa de hiena.

Juvenil.

Abro la puerta y de un salto me siento sobre el capó ardiente, emparedado por la luz abrasadora y la inevitable calentura del motor.

Y por eso llega la tregua y el sol se va y me deja, se zambulle y se ahoga en un mar templado e infinito, obsceno en su quietud, adulterado en su mansedumbre.

Ese mar dócil y blasfemo de las islas griegas que se traga el sol como un Poseidón hambriento y que a la vez refleja la luz, y el tiempo, y todo lo que somos, fuimos en alguna ocasión y quizás seremos si algún día llegamos a ser.

Porque en las islas griegas uno no viaja en el espacio, ¡qué vulgaridad!, uno se traslada allí a través del tiempo. Y vas y regresas a tus treinta años en una isla, hasta que abrumado por la sensación, temeroso, saltas a otra buscando enmienda y lo único que logras es que en la siguiente desembarques en los veinte.

Y a los veinte tiras del freno de mano, y el coche gira en trompos y trompos interminables mientras ríes y ríes, Y poco importa si acabas en la cuneta o muerto o del revés, y entonces saltas sobre el capó y sientes el trasero bullir a mil grados mientras atónito, contemplas el salvaje canibalismo del ocaso.

Y regresas a la infancia. Con tus ojos brillantes como los de un niño hambriento de vida, sediento de porvenir.

No te acuerdas, ni te percatas, (ni tan siquiera podrías hacerlo si una intención perversa y enfermiza lo pretendiese) de la manera en la que has llegado allí.

Estás justo allí, es cierto, pero no en un lugar, si no en un instante.

En el condenado instante.

Tras más de cuatro décadas has alcanzado ese segundo que supone la encrucijada del tiempo y en el que puedes escuchar los ecos, las voces de tu pasado y de tu futuro confluyendo entre tus oídos en un colosal presente que se extiende hasta más allá del horizonte.


Y claro.

A mí me pasa.

Estallo en carcajadas, en mil millones de carcajadas y debatiéndome entre seguir así o romper a llorar, extiendo mis brazos y hago que mi sombra, alargada como la de un ciprés agorero, se escape de mí e inunde el polvoriento camino con la oscuridad de la que me desprendo.

De esa vida que siempre he llevado a trompicones.

Tocado por la cruel fortuna de salvarme siempre en el último momento. Desgastado por la certeza de ignorar lo que quiero y erosionado por la absoluta convicción de lo que no deseo.

Suena mi móvil y respondo: “¿Dónde estás?”, preguntan.

Y me falta el canto de un duro para corregir la cuestión:” ¿Cuándo estás?”, sería lo atinado.

Pero no importa. Digo, respondo pero no preciso, que al oeste de la isla, en alguna parte de ninguna parte.

“Pues ven a cenar. Nos tomamos un vino antes”

Y me parece bien, confieso, tal vez mintiendo, es cierto, y cuelgo.

El último haz de luz se pierde en la frontera del océano y sólo queda la huella de un rojo sangre que perdura en un cielo impoluto.


Los Dioses, ociosos, traman tormenta en la noche.

La plaza del pueblo, abarrotada de niños, turistas y lugareños, nos acoge con la cálida brisa de los privilegiados.

El cielo brama con rayos y con fuegos.

Gracia arde y el cielo acompaña. Con su furia y con su llanto.

En Grecia nace y perdura la tragedia. Es su sino inviolable.

Grecia es la cuna de la civilización. Es el ayer, el hoy y será el mañana.

Ni tan siquiera los bárbaros podrán echarla a perder.

Los rayos caen feroces sobre nuestras cabezas en una noche de verano.

Estamos en el epicentro mismo del terremoto más sereno que uno pueda imaginar.

Un espectáculo furioso que admiramos en silencio.

Fascinados como críos.

Por fin los años se han desprendido de nosotros.

 

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