Urban beach boys

«De qué hablo cuando estoy callado»


Es siempre distancia, es espacio. Pero no hablo de vacío. No es eso, sería demasiado simple, porque esa distancia, esa breve extensión que nos une o esa enorme amplitud que nos aleja, se rellena con las cosas más diversas y abstractas, con los conceptos más complejos e impredecibles.
Porque la distancia que existe entre lo que piensas y lo que sientes es el caos, y la medida que separa lo que uno espera de algo o alguien y lo que es la más pura realidad de ese algo o ese alguien, muy a menudo la llamamos ira.

El tiempo es lo que le da sentido a las distancias, y lo que uno tarda en llegar de un punto a otro a veces se convierte en un martirio y en ocasiones, y por el motivo que sea, uno es rápido y apenas chapotea en el caos o en la miseria. Claro que en algunos casos, y esos casos se dan, por mucho que uno se esfuerce en cubrir esa distancia, en recorrer ese camino, no logrará llegar jamás al otro lado.
Cuando eso ocurre, cuando eso sucede, es cuando alguien se pierde.
Se desorienta en el caos o en la ira, en el dolor y todas esos procelosos asuntos que para bien o para mal, rellenan siempre esos espacios.

Que alguien se desoriente, se extravíe de la vida es una tragedia, pero hay algo peor, más terrible que todo eso. Cabe la posibilidad que una persona piense exactamente lo mismo que siente, y quizás su percepción del mundo se reduzca a lo que de manera cruda, física y brutal se presenta ante sus ojos y todo se extienda ante su mirada sin que sea capaz de albergar dudas o tribulaciones, se ha dado el caso incluso de quien es capaz de levantarse feliz a las ocho de la mañana y acostarse del mismo modo quince horas después, ajeno, intocable e impasible al todo.
La mala noticia es que hay gente así. Mucha.

Personas que se levantan día tras día huérfanas de distancias que recorrer en su vida. Se quedan quietas en el mismo lugar, exactamente en el mismo sitio sin incertidumbres que resolver, sin titubeos ni vacilaciones, como piedras inmunes a los elementos.
No sé si la cosa me produce más gracia que compasión.

Lo hacen, y su autocomplacencia les termina transmitiendo la engañosa sensación de que ,gracias a eso, el tiempo no transcurre, que los relojes se detienen en sus muñecas, unas muñecas indolentes, sin apenas pulso.
Y es que siempre es distancia y espacio.

Porque en la materia hay más espacio que materia, y en el alma, en la cabeza, en el corazón o como demonios quieras llamarlo, ocurre lo mismo, en el alma siempre hay más huecos que alma.
Huecos rellenos de sombras, de miedos, de incertidumbres, de todo eso de lo que hablaba antes y que es lo único que nos hace humanos, admirables y despreciables a la vez, débiles y fuertes, frágiles e inmortales.
Pero lo pienso y me callo, decirlo sería como tratar de revivir a algo que jamás ha atesorado vida.

Porque en el mundo en el que nos desplazamos y entre las personas, entre los individuos que sienten, yerran, sufren, se alegran, viven y mueren, también hay espacios, muchos huecos que se rellenan con seres ajenos a toda inquietud, seguros de atinar siempre, inmunes a la ira, vacunados al odio, inmutables al amor y cuyos ojos ven lo único que unos ojos conectados a un nervio óptico pueden ver.
Aquello euclídeo, que se mide, se cataloga y se juzga con una mirada.
Esos seres alienados, feos y hostiles sin saberlo, rellenan los huecos entre las personas.
De la misma manera que la mierda rellena el espacio que hay entre las uñas.


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