Sí con reservas

Sí con reservas


Se puede decir basta y robarle incluso menos de un segundo al tiempo, y después guardarlo para siempre, lejos, muy lejos del lugar donde decidiste hurtar ese instante.
Guardarlo sólo por vicio.
Y hacer de ese momento un convicto de por vida en la prisión clandestina de un negativo o en el extraño y enmarañado universo de una tarjeta de memoria, convertirlo en un reo perpetuo que jamás verá la luz.
Un instante tan inútil, tan fútil, tan yermo como las palabras que pronunciaste en alguna ocasión con la ingenua intención de cambiar el mundo, o quizás simplemente y con menos ambición, con el torpe afán de cambiar el tuyo propio.
Son las fotografías que nacen muertas, las imágenes que caen en el limbo, condenadas sin juicio al purgatorio de la nada.
Y son tantas.
Cientos, miles, apelotonadas en el vacío abstracto de píxeles que no brillan, conservadas en el acetato como mamuts atrapados por el hielo ártico, que jamás cobrarán vida, porque las fotografías únicamente nacen y renacen, sólo obtiene su alma y su carácter, sólo son y existen cuando son alcanzadas por las miradas de otros.
Y todo ese tiempo que nosotros (insensatos portadores de cámaras) hemos robado alentados por la obligación, por la codicia, por la necesidad, por el compromiso, por el placer o quizás por ignorancia, simplemente por no saber hacer nada más útil que desvalijar a la eternidad de sus valiosos segundos, lo atesoramos y archivamos con la vertiginosa sensación de saber que nuestra vida es algo tan efímero e insólito como esa colección de momentos. Nuestra fortuna es sólo esa.


No juntamos las piezas de un reloj, ni levantamos los muros de una casa, de lo que podrían ser los tabiques de un futuro hogar, no cultivamos alimentos, ni ordeñamos vacas, ni amasamos harina o lijamos madera.
Somos el testigo que pregunta más que responde, el francotirador anónimo que te dispara y te mata sin plomo o el tonto que se planta frente a tus hocicos y te exige que sonrías o te estés quieto, o que le mires o no le vuelvas a mirar nunca.
Saqueamos tantos momentos, casi siempre ajenos, que pertenecen a otros y que con un simple disparo vamos y hacemos nuestros.
Y sólo es eso, no hay mucho más, no podríamos salvar tu vida ni de una apendicitis, ni cambiar el manguito que pierde en tu furgoneta, ni cavar la zanja por la que pasará la tubería que conducirá el agua a tu hogar, donde puedes incluso llegar a ser feliz si los días y la suerte se tercian.
El acto de fotografiar se convierte así, de esta manera, en algo superfluo, inútil, breve y sencillo, banal.
Por eso sorprende que haya tanta gente que quiera practicarlo, como si de alguna manera inaudita, de su cuello, y en lugar de una cámara, colgase su propia vanidad.
Gigantesca, superlativa, una soberbia que como un monstruo descontrolado pisotea los cimientos de un oficio construido con ladrillos de arcilla.


Y juro por mi dedo índice que hacen falta médicos, albañiles, bomberos, enfermeros, tenderos, obreros, soñadores, gente decente, mentirosos compasivos y honestos suicidas, son necesarios deportistas, jardineros, bailarines, pilotos de avión, perritos pilotos, hace falta un Dios y un Diablo que justifiquen de una manera lógica algo de lo que pasa, pero no hacen falta más fotógrafos.
Y menos aún simulacros de fotógrafos. De esos que no tienen nada mejor que hacer cuando salen de la oficina que hacer de japoneses del mamoneo.
A la caza de seguidores de patacón, persiguiendo el anhelo de los quince minutos de gloria virtual.
Escaso talento, demasiada ambición e infinita presunción. Eso es lo que define a un trepas.
En fin. Intrusistas, esquiroles, chivatos, pelotas, abusones, zarigüeyas, traidores… son términos e individuos que forman parte del orden de las cosas, el mundo gira y se alimenta de ellos, y tarde o temprano la vida se encarga de que te das de bruces con ellos.
En mi caso y para ser sincero, la mediocridad no me inquieta y el talento me motiva, así que salvo ligeras molestias estéticas, determinados tipos de personajes no me aceleran el pulso ni lo más mínimo.
Lástima que no dediquen su tiempo libre, en lugar de a hacer algo tan trivial como a tirar fotos, a perforar montes y canteras de manera gratuíta o a precios de saldo, porque de esa manera ya tendríamos el AVE en Galicia hace años.
Eso sería simpático, porque aquí lo preocupante es que una Academia, que al igual que un hospital es una institución que se crea para salvaguardar la salud de algo y en este caso de un oficio, se dedique a “panfletear” y a no pregonar con el ejemplo.
Y es que visto lo visto hay muchas clases de médicos y muchos tipos de académicos, porque el Doctor Mengele también era médico, ¿no?
¿No?
Supongo que sí.
Con reservas.
De esas que tanto me gustan.

 

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