Contemplando la quietud melancólica de un Océano Índico color turquesa arañando tímidamente las costas de Nilaveli, un pueblecito al noreste de Sri Lanka, resulta casi perverso imaginar que un fatídico día de las Navidades de 2004 ese mismo mar se tragó a 35000 almas en un instante, de las cuales más de 5000 y al día de hoy, aún se desconoce su paradero.

Casi doce años han pasado desde que esas aguas de ensueño decidieron abrir sus fauces para cobrarse su peaje, cuando la tierra de manera inesperada e inoportuna se conmovió brutalmente a miles de kilómetros y envió una colosal masa de agua que desembarcó en los litorales de esa pequeña isla antiguamente conocida como Ceilán.

No fue el único cataclismo que sufrió el paradisíaco lugar en las últimas décadas. Una interminable guerra civil azotó de igual manera los cimientos del país durante casi 30 años, un conflicto fraticida que se cobró más vidas y dejó más secuelas que el propio tsunami, y cuyas heridas se tratan de cerrar manteniendo un tenso equilibrio entre las distintas etnias que habitan el superpoblado estado asiático.

Se puso fin a la guerra en Mayo de 2009 con un baño de sangre en las playas de Mullaittivu, donde los Tigres Tamiles, el célebre y radical ejército del movimiento secesionista que promulgaba la creación del estado independiente Tamial Eelam, encontraron su particular Dunkerque acorralados y bombardeados sin piedad por el ejército gubernamental cingalés.

Apenas hubo supervivientes tras esa última ofensiva, las cápsulas de cianuro que los guerrilleros portaban en sus cuellos y las granadas de mano que hacían estallar en sus propias carnes, pusieron un apocalíptico punto y final a una guerra que asoló el país durante 26 años y que dejó a sus espaldas el triple de muertos que las olas de 15 metros de altura, alrededor de 100000 víctimas.

En el infausto recuerdo quedan dos nombres propios: Velupillai Prabhakaran, el fanático líder de las huestes tamiles cuya paradójica muerte fue  debida a un cáncer, lo que le impidió contemplar el memorable hundimiento de su ejército en la ratonera de Mullaittivu, y el otro nombre , aún más conocido y presente todavía en placas y monumentos de casi todas las localidades de la isla tropical, el de Manida Rajapaksa, el ególatra presidente que entre 2005 y 2015 fue el azote del ejército de liberación de Ealam y que como una mala caricatura de Wiston Churchill, tras ganar la guerra sufrió un inesperado descalabro en las urnas.

Ahora la superpoblada y diminuta isla asiática trata de recobrarse, de transformar las heridas en cicatrices, y lo hace inmersa en un tenso equilibrio étnico, en una aparente calma democrática donde un caótico batiburrillo de etnias, religiones y partidos políticos conviven en una chocante vecindad en el marco de un régimen de República Socialista. Resulta sencillo hallar en dicho contexto ciertos paralelismos con la difunta Yugoslavia.

Una mayoría budista (casi el 70%) comparten calles, barrios y “hoteles” (así llaman a los bares en Sri Lanka) con hinduistas (un 16%)  con musulmanes y con cristianos, estos dos últimos y que a partes iguales, completan el mapa religioso de la ínsula.

Tras finalizar el conflicto armado, el pequeño estado índico se ha abierto de nuevo al turismo, que representa un 8% del PIB de un país de 20 millones de habitantes, y cada año son más los visitantes que escapando del los lugares más trillados y anhelando cierto exotismo, optan por pasar sus días de ocio en un lugar que para la inmensa mayoría de los occidentales resulta más que complicado situar en un mapa.

Tras finalizar el conflicto armado, el pequeño estado índico se ha abierto de nuevo al turismo, que representa un 8% del PIB de un país de 20 millones de habitantes.


La isla del fin del mundo

Con una extensión próxima a Castilla La Mancha, prácticamente la totalidad de sus habitantes sureños nacidos después de 1980, no han puesto jamás un pie en el norte de su país.

«Arriba son mala gente, roban. Es peligroso para vosotros, para los extranjeros», advierte Ishara, un joven cingalés que atiende uno de los abundantes chiringuitos de playa que parasitan caóticamente sus costas.

«Si os alquilo la moto, no vayáis al Norte», repite una y otra vez con un inglés indescifrable.

Porque esa es la idea que predomina entre los vencedores y sus descendientes, entre aquellos que sufrieron tanto o más el bombardeo de los atentados suicidas como la propaganda gubernamental.

Y es que cuando uno se aproxima a la zona septentrional observa como las populosas carreteras repletas de tuk tuks (el típico transporte asiático de tres ruedas), llamativos camiones y destartalados autobuses, se van despoblando y su tráfico se diluye hasta que el único vehículo que circula a lo largo del desconchado asfalto es el propio. Así durante kilómetros y kilómetros, como si de una especie de tierra de nadie se tratase, únicamente se suceden salinas, manglares e inmensas y austeras instalaciones militares donde los soldados, aburridos en sus rutinas cotidianas y bostezando con un fusil AK-47 en sus manos, les da o no por montar «checkpoints» para controlar el tránsito, siempre dependiendo del calor y de las ganas.

La sensación de agarofobia en ocasiones se presenta de manera inesperada cuando se es consciente de estar en una minúscula porción de tierra situada a la sombra de la colosal India, pero a medida que se adentra uno en el norte se acentúa y cobra la forma de una extraña desolación y de una inusual alarma que sobrecoge al que no es nativo.

Recorriendo esas carreteras parece que uno se encamina irremediablemente a la aduana del fin del mundo.

Al igual que en determinados países de África, en determinadas zonas gran parte de los niños ceilandeses jamás han visto el blanco caucásico en la piel de una persona. Les llama terriblemente la atención la presencia de occidentales, pero en el norte del país esa sensación se extiende a la mayoría, a niños y adultos, y las miradas de curiosidad se maquillan únicamente con el carácter chocantemente reservado de los habitantes de las tierras más al norte. Eso es algo muy poco habitual entre el resto de la población isleña, que es curiosa y dicharachera.

Pero en el malogrado Eelam se respira una calma tensa, un sentir distinto, la etnia tamil es menos curiosa a la hora de preguntar, pero salta a la vista que les choca la presencia de extranjeros. Y ocurre porque básicamente saben y son más que conscientes que las huellas de la guerra aún están marcadas en las poblaciones y presentes en los cementerios, unos cementerios que abundan en cualquier lugar, en cualquier descampado o cuneta, allá donde se pueda enterrar algo a pesar de que el gobierno de Colombo, basándose en que esos nichos no son más que «propaganda separatista», se ha encargado de erradicarlos, construyendo sobre ellos, monumentos a sus caídos e innumerables instalaciones castrenses.

Aún restan por desactivar miles de minas acampadas en las riberas de sus caminos, en sus descampados y en sus plantaciones de arroz, que aparecen señalizadas con macabros carteles advirtiendo de su letal presencia.

La misma e inquietante presencia de cartelería que sembrada por todos los pueblos de la costa recuerda a todos los habitantes hacia donde ha de huir en caso de que las campanas de las iglesias cristianas o de las pagodas budistas doblen frenéticamente.

Porque ese sería el aviso, la inquietante señal, de que el mar ha vuelto a revolverse.

Aún restan por desactivar miles de minas acampadas en las riberas


El frenesí y la calma chicha

Cubrir una distancia de 200 Km en Sri Lanka puede ser una cuestión de más de doce horas, por carretera o ferrocarril. La proximidad y la lejanía se mide en tiempo y no en espacio.

Dos hombres con bigote y de considerable tamaño comienzan a golpear a un tercero en el mugriento y colonial vagón de un tren que atraviesa a ritmo de caracol las frondosas montañas de Sri Lanka. Son policías sin uniforme, de la «secreta», como se dice coloquialmente. Uno de ellos se saca un zapato y se empeña en sacudir con él la cabeza del detenido, mientras el otro, sorprendentemente, lo ata con una cuerda al asiento.

Lo del zapato en la cultura árabe posee unas connotaciones de desprecio superlativas.

La gente alrededor se ríe , bromea y no le da demasiada importancia.

«Ha robado un teléfono móvil», comenta Tinesh, un funcionario de la administración ceilandesa que viaja en segunda clase.

La policía goza de cierta impunidad en el país, con esos dejes impropios de lo que se supone un contexto democrático.

Sus conductas siempre son ejemplarizantes, moralistas, y acostumbran a lucir públicamente al detenido mientras le aplican algún tipo de castigo físico.

Es muy complicado encontrar alcohol en la isla ya que su venta está muy regulada y burocratizada, el tabaco de importación sólo se puede adquirir en el mercado negro y tan sólo existen tres o cuatro marcas autóctonas cuyo precio resulta muy elevado para gran parte de la población. Por descontado y como en la mayoría de los países de la zona, el tráfico de drogas está legislado con la pena de muerte.

Todas las celebraciones poseen un marcado tono religioso, y la televisión, el cricket y lugares de concurrencia al atardecer, como playas y parques son los principales entretenimientos de los ceilandeses.

Los parajes selváticos, las playas paradisíacas contrastan con la acumulación de plásticos y basuras que se acumulan en ellos cuando en sus proximidades hay algún tipo de asentamiento humano, por minúsculo que sea.

Al caer la noche, algo que ocurre irremisiblemente a las seis de la tarde en cualquier época del año y en cualquier lugar del país, el aire se impregna de humo, ceniza y de un amargo y desagradable olor a residuos quemados. Todo el mundo se ocupa de hacer una hoguera con los desperdicios del día a la puerta de su casa.

La conciencia ecológica está ausente de una población cuya prioridad diaria reside principalmente en llenar sus estómagos. El caos de tráfico, las bocinas, el sonido de los motores inunda los sentidos y el peatón que apenas dispone de aceras para caminar, se dedica a sortear peligrosamente un pandemonium de vehículos parcheados y de desconocidas marcas asiáticas.

La mayoría de las edificaciones rozan el chabolismo y se aglutinan sin orden ni concierto a los márgenes de cualquier carretera transitable. Sólo tres o cuatro ciudades en todo el Estado poseen un aparente sentido arquitectónico.

La mano de obra es barata, en un restaurante con un par de mesas puede llegar a haber diez camareros y el servicio será lento con toda certeza.

«¿Con cuántas mujeres te has acostado?, ¿lo ves?,tú comes pescado, pollo y verdura. Yo sólo pescado», comenta Rakshan, conductor de tuk-tuk y de religión musulmana. «Yo estoy circundado, ¿lo estás tú?. Los que estamos circundados hacemos disfrutar más a la hembra», lo comenta y me acabo de subir al vehículo hace treinta segundos. La indiscreción, como eructar tras una comida copiosa, no está mal vista.

Es Ramadán y el sexo y su obligada abstinencia hace que esté muy presente en la cabeza de los fieles durante ese mes. El Ramadán coincide con el Poya, es decir, el día de luna llena mensual  en la que la mayoría budista de la isla celebra por todo lo alto con ceremonias muy populosas y echando el cierre a todo tipo de actividad comercial.

Decir de cualquier país es un lugar de contrastes resulta siempre un tópico.

Eso no ocurre en Sri Lanka.

Allí es una palpable realidad.

La mayoría de las edificaciones rozan el chabolismo y se aglutinan sin orden ni concierto a los márgenes de cualquier carretera transitable.


Las gatas negras

La página web del Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno de España incluye a Sri Lanka como uno de los 15 destinos a los que desaconseja viajar a no ser que existan razones de extrema necesidad, en dicha lista se incluyen destinos como Irak, Corea del Norte, Pakistán o Sierra Leona.

Y sin embargo cada vez son más los viajeros que acuden a la llamada de un país castigado por los desastres humanos y naturales. En Mayo de 2016 las lluvias monzónicas se volvieron a cebar con las tierras altas de la isla y provocaron centenares de muertos y medio millón de desplazados.

El sobrenombre de «lágrima de la India» que recibe el país, viene dado por la forma y el contorno y la situación geográfica de Sri Lanka en relación al gigante asiático, pero conociendo su historia reciente y no tan reciente, da la sensación que las connotaciones que conlleva dicho sobrenombre van más allá de cuestiones meramente cartográficas.

Sri Lanka rellena mayoritariamente las tazas del té de la ahora escindida Gran Bretaña con una producción de 350000 toneladas anuales, y su economía basada también en el caucho y en las piedras preciosas, ocupa un digno puesto 68 en la economía mundial, pero eso no evita que los problemas raciales, políticos y religiosos permanezcan latentes, y en cierta medida, da la sensación que se están ocultando bajo la alfombra y cociendo a fuego lento.

Los burkas, los saris, las chilabas, los turbantes hindúes y las faldas cortas se mezclan en las caóticas y bulliciosas aceras de sus ciudades con las emergentes tendencias occidentales y la estética más estridente del Bollywood, los sonidos de la llamada al rezo en las mezquitas acallan los cánticos de las pagodas que a pocos metros lucen llamativos colores, a la vez que cientos de niños atiborran el paso de cebra a la salida de las aulas de la escuela cristiana que ocupa la siguiente manzana de la avenida.

Sri Lanka parece la cuerda armoniosa de un violín que amenaza con romperse.

Movimientos radicales budistas y paradójicamente violentos comienzan a cobrar fuerza en el territorio, a eso hay que añadir las posiciones más extremas de grupos islamistas y el problema de una mayoría cingalesa abrumadora sobre la marginada minoría tamil.

Las tensiones con la India, que apoyaron a los rebeldes independentistas en la guerra, y la inestabilidad de una coalición de gobierno conservador y de izquierdas, hacen que el ahora pacífico país cabalgue a lomos de un caballo que puede desbocarse en cualquier momento.

Los jóvenes ceilandeses se besan tímidamente en los bancos de los parques o a orillas del mar, con el discreto encanto de hacerlo siempre bajo el cobijo de un paraguas de colores llamativos. Decenas de parejas se abrazan casi inocentemente contemplando el futuro de un país que, como las joyas que exportan al resto del mundo, puede resultar ser un diamante en bruto o un diamante de sangre.

Son abrazos como los de cualquier otro lugar del mundo, eso es cierto, muy lejanos de aquellos que popularizaron en los años de la guerra las llamadas «gatas negras».

Aquellas mujeres tamiles que antes de activar la bomba que ocultaban bajo sus vestimentas, se abrazaban a sus víctimas,  de la misma manera que el Océano Índico lo hizo con las costas de Sri Lanka en aquel trágico 26 de Diciembre del 2004.

Sri Lanka parece la cuerda armoniosa de un violín que amenaza con romperse.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies