Ojo público
Acuden allí. Al lugar del que los demás huyen.
Y es una sensación extraña la de verse tantas veces nadando a contracorriente.
Están en primera línea de fuego también, en la Pole Position de los sitios en los que todo el mundo quiere estar.
Ajenos a todo lo que ello conlleva, sin dejarse llevar por el ambiente, muy atentos a todo, a lo que hay delante, a lo que hay detrás y a lo que algunos llevan dentro.
A ese crucial instante, a ese peculiar momento en el que alguien no puede evitar traslucir en su rostro o en un gesto aquello que piensa o siente.
Y disparan entonces.
Como un pelotón de fusilamiento sobrio y seguro, eficaz.
Lo que cada cual opina no tiene el menor interés. La cosa va de hacerlo, de hacerlo y hacerlo bien. Del traqueteo de un obturador, de ponerlo a bailar, de que silben las balas de la imagen.
Y esperan. Minutos, horas, noches enteras si hace falta. Apurando los cigarros hasta el filtro, pateando el suelo con fuerza cuando hace frío, refugiándose bajo una ridícula cornisa bajo un diluvio, sudando como un boxeador sonado en la esquina de un ring cuando el Lorenzo aprieta.
Cansados, alegres, tristes, destartalados.
Locos como perros locos.
Siempre protestando, desquiciados de un lado para otro, con el pulso latiendo en las sienes.
Llegan pronto o llegan tarde. Pero curiosamente siempre esperan.
Y esperan a que llegue, a que salga, a que se muera, a que llegue el juez, a que se vaya, a que levanten el cadáver, a que se líe parda, a que den el veredicto, a que lo excarcelen, a que lo rescaten, a que llore, a que ría, a que escape o a que se enfrente.
Aguardan a que el edificio salte por los aires, a que se coloquen de una condenada vez en la escalera, a que pase la nube que tapa el sol, a que ese cretino repita el gesto que tanto le gustó a uno un instante antes, a que se abracen o se peleen, a que marquen el maldito gol decisivo, a que lo celebren a seis pulgadas del objetivo.
Mil millones de horas resumidas en un trabajo que a penas dura quinientas partes de un segundo.
Un instante efímero, fugaz, que se convierte por fin en algo eterno e imborrable.
El poder de detener el tiempo sólo está en manos de Dios y en las suyas.
Y Dios no existe.
Sólo ellos lo saben, tan sólo ellos lo entienden. Porque no se puede explicar, no se puede contar, ni mucho menos describir.
Porque el discurso está en la foto. Porque lo que se cuenta, lo que hay que contar está allí, muy quieto, muy sólido y muy parado.
Dentro de diez, quince años alguien contemplará esa instantánea.
Y verá a su padre, a su hijo, se verá a él mismo, recordará que él estuvo allí o que le hubiese gustado tanto estar, y entonces sentirá una emoción, sentirá algo dentro que le hará vibrar, agitarse como un maldito terremoto.
Y el tipo que ha hecho esa foto entonces habrá hecho magia.