La soledad del marchador de fondo
Y entonces si no te mata, si no te aniquila, entonces te cuece, te cocina a fuego lento, te pule, te hiere, te quiere, te odia y te pone allí, justo allí, donde nadie ha estado.
Y te hace infinito.
Esos dientes apretados en los confines de la resistencia del esmalte, esa mirada ausente y perdida a mil millones de metros, y claro, a cada pulgada, a cada metro surge esa rabia del que se ama , y ese odio del que se odia , y ese maldito orgullo por el que vale la pena darlo todo o por el que no vale la pena dar nada, ese condenado soy y soy y soy, y soy lo que quiero ser, hasta que me mates o hasta que me muera.
Esos versos malditos resonando en la cabeza.
Son héroes.
Y se sepultan, se entierran, desfallecen en todas y en cada una de sus zancadas, que duelen como un rechazo, como mil corazones rotos, como mil mentiras.
Y da igual el dolor.
Transitan entre la maraña de un público histérico, contagiado por ese sinsentido de sufrimiento y de agonía indescriptible, ese público entregado chilla, y chilla y es curioso, porque la única voz que escuchan, mientras desfallecen en las rectas de un recorrido inconquistable, la única voz de entre cientos de voces que oyen, es su propia voz.
Que dice: “Sigue o muere aquí”
Aquí mismo.
“Eres todo o nada o todo sin ser nada o nada siendo todo”
se sienten solos, tan solos como inmensos.
Y siguen, claro, ¿quién quiere morir, sólo morir, cuando puedes morir así?