La conjura de los cuerdos

Purgatorios


«Los peores pecados son aquellos que se cometen por error, por descuido o por torpeza.
Porque al perpetrarlos de esa forma, de esa manera, como el que se queda dormido al volante, dichos pecados se desprenden, al igual que las serpientes, de la placentera y dulce piel que inevitablemente los recubre».

Y es que a veces digo cosas así, que sin haberlas meditado jamás, salen a la luz desde algún olvidado y siniestro rincón de mí, surgen y se abren paso desde alguna puerta que ha permanecido también y desde siempre cerrada, supongo que por precaución, y que por algún motivo que no alcanzo a vislumbrar, se abre de golpe.

Es fácil que eso ocurra cuando llego a ese lugar o a ese instante en el cual se desprende de mis labios una sonrisa áspera, amarga como el café solitario, y mis pupilas, como un cielo de otoño, se cubren con las macabras nubes de la borrasca.

«Y es que un tonto, un cretino, un imbécil o un ignorante no necesita un ejército para sembrar el caos. Él solo se sobra. Será el primero en ejercerlo y el último en darse cuenta de lo que ha hecho. Un mameluco es un mameluco, y un estúpido jamás obtendrá recompensa por el mal que provoca, lo padecerá al igual que el resto, como el que termina chamuscado tras plantarle fuego a un hermoso bosque. Un necio es lo más parecido a soltar el freno de mano de un coche en el más empinado de los repechos. Se llevará incontroladamente todo por delante hasta acabar estampado en una esquina inundada de orines».

Gesticulo como el que se bate con espada en un combate perdido de antemano. Desesperado, histriónico, parezco un titiritero jugueteando con los hilos que sostienen las marionetas de mi pesadumbre.

Porque a veces pierdo la fe y contemplo a mi alrededor un enorme estercolero repleto de palabras livianas como plumas, fermentando al calor de las mismas mentiras de siempre, un gigantesco basurero a punto de colapsar en una avalancha de ridiculeces, injusticias y promesas inservibles.

Me levanto con la cerveza en la mano como si del Santo Grial se tratase y lo alzo en un brindis a la luna, que redonda y brillante, destaca en la negrura de la noche como un falso rayo de esperanza.

«¡Adoro a los soplapollas!, ¡son verdugos, víctimas, inocentes y culpables a la vez, y curiosamente, y ahí reside lo verdaderamente maravilloso y excepcional del asunto, señores y señoras, porque toda esa incompetencia colosal, toda esa inutilidad concentrada, ese catastrófico río turbulento y salvaje de torpeza y nulidad los convierte en verdaderos ángeles vengadores!, ¡por un momento logran, es más, por un instante casi me demuestran de forma práctica y empírica la existencia de Dios!
¡Son como un milagro en forma de plaga, un número áureo amorfo, una catástrofe bíblica, por eso es una obligación, es una condenada necesidad aprender a amar al gilipollas del mismo modo que es necesario aprender a amar la bomba!»

Y al llegar a este punto, tan desmadrado, al alcanzar ese tono de voz, al rozar el límite de los decibelios de la garganta, mi desconsuelo, mi tristeza, mi zozobra es tan redonda y espectacular que comienza a ser graciosa. Simpática de cojones.

Y entonces yo, inmerso en mi delirio clarividente, siento el calor que llevo dentro, que arde entre mis costillas, percibo la reacción en cadena desatada del que odia conformarse con las cosas que otros agradecen y que sin embargo yo detesto hasta lo más profundo del sanguinolento tuétano de mi alma.

Me presento de esa manera como mi madre me trajo al mundo ante todos, amigos, enemigos y desconocidos, con mirada desafiante, audaz y dispuesto. Pero nadie se percata. La gente se debate entre troncharse definitivamente o conjurarse contra mí y poner paz a mi guerra.

Así que me adelanto y quiebro el ronroneo de las risas con el epitafio de bar:
«Así que pecad todos, ¡hacedlo maldita sea!, con responsabilidad y pericia, o muy pronto, más temprano que tarde, habrá tantos idiotas intentando hacer el bien y lo correcto que nos iremos todos irremediablemente a tomar por el culo. Tanto bien nos llevará de cabeza al mismísimo infierno».

Aplausos, por supuesto.

Se cierra el telón.

Acabo mi cerveza y reverencia.


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