Himnos

Xabier Quintana. Himnos

Himnos


Solas, por separado, apenas son como notas sueltas arrojadas al aire y al olvido.
Inconexas, hermosas a veces, pero a la deriva.
Y sin embargo si vas y lo haces y te esfuerzas y logras que permanezcan juntas, unidas, si consigues que unas y otras comiencen a entenderse y a enlazarse, a explicarse, a cubrirse las espaldas, entonces ya suenan.


Vas uniendo esos instantes, siempre fugaces, los tomas y los juntas con la delicadeza del que es conocedor del esfuerzo que ha supuesto arrebatárselos al tiempo. Y de ese modo, aprovechando sus colores, sus formas y tonos, el vaivén de sus contenidos, la fuerza o la delicadeza de las estampas, tratas de forzar el milagro, de obligar a la magia a hacer acto de presencia y que todas juntas, y por fin, signifiquen, expliquen y manifiesten definitivamente un todo.
Haces que suenen de verdad.


Y eso es lo que significa en fotografía hacer un trabajo de verdad, de esos que surgen cuando llevas una cámara de fotos colgada al cuello y la llevas como llevarías una soga apretada al gaznate, que es siempre la mejor de las maneras de las que se puede llevar.
Porque no estoy hablando de cubrir el expediente con la pericia profesional que a estas alturas de partido ya se te supone y que empleas en un encargo para un periódico de alcance o de verbena, o para una revista capaz de mezclar con idéntica y frívola sofisticación fotos de hambrunas con anuncios de desodorantes para pies, y menos aún me refiero a ilustrar un partido de fútbol en el que, como en la fórmula 1, siempre gana el fotógrafo con el mejor motor.
Y joder, no te equivoques, demonios.


Tampoco hablo de un pandemonium de imágenes desenfocadas, impostadas y emborronadas que parapetadas tras un absurdo hilo narrativo, que camufladas de una falsa e inalcanzable sensibilidad, se postulan como obras demasiado exquisitas para almas comunes y prosaicas. De algún pupurri con presunción lírica que siempre resulta demasiado inhóspito para miradas cínicas, y cuyas limitaciones técnicas suelen ir adornadas zafiamente con las más cursis y pretenciosas palabras, halladas siempre en la contraportada del libro de alguna plomiza celebridad poética o en sucesivas y azarosas aperturas del diccionario de la RAE.


Hablo de fotografiar muy consciente de tu futilidad, de lo insignificante que eres para casi todos, de lo imprescindible que eres para unos pocos, de que va en serio y que estás jugando con fuego y porque, curtido por años más duros que felices en el oficio, por el frío de las interminables esperas, baqueteado por mil decepciones, por cien traiciones de baratija y por cientos y cientos de colillas pisoteadas bajo tus pies y encajadas en tus pulmones, ya sabes de sobra que el significado de una fotografía pertenece únicamente al paso del tiempo, al transcurrir de los acontecimientos que moldean a su manera y su antojo una imagen, hasta pervertirla, contrariarla o hacerla eterna.


Y cuando tienes eso que se tiene o no se tiene, sin término medio, y haces que esas imágenes se acoplen, ganen su espacio y se afiancen unas con otras, entonces da por hecho de que ya no hablarán de un tragedia aérea, ni de día a día de una bailarina profesional, ni del pulso de una gran ciudad de Asia, o de las duras condiciones de la cárceles hondureñas, esas imágenes hablarán principalmente de ti.
El mundo que se reflejará en ellas es tu mundo, el que llevas ahí dentro y que a duras penas alcanza a vislumbrarse a través de los altos muros de tu piel, esa frontera de lo que eres.
Por eso es tan fácil hacer una imagen y tan complicado fabricar una foto.


Y por eso resulta algo digno de ver, de contemplar y relatar cuando un conjunto de fotografías funcionan y al observarlas, juegan con nuestro corazón como lo haría la Holanda de Cruyff.
Que suenan como un himno.
Y que tras apartar finalmente la mirada, perduran en nuestras retinas como la estela de un avión rayando un cielo limpio y profundo.


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