Fotografiando ninfas

El detalle.

Su minúscula presencia, siempre insignificante, a menudo encierra una gran historia.

Y aquel cabello, largo y suave, oscuro como un callejón, apareció posado en la bañera de mi casa. Sin más.

Adormilado aún por el madrugón, palpé inconscientemente mi cabeza y pude sentir entre mis dedos el curioso tacto de la piel de mi cráneo, afeitado a diario con el esmero que impone la rutina.

Caí en la cuenta de lo chocante del asunto, y empujado por la  inercia de la lógica, repasé mentalmente amantes, visitas y ciclos de limpieza en el hogar,

“Imposible”, razoné, “es imposible”, afirmé en alto, vocalizando un pensamiento para hacerlo materia, para perpetrarlo.

Entonces, aún aturdido por el hallazgo, permanecí un buen rato observando a la luz de la lámpara del espejo del baño aquel ridículo pelo.

Fútil e insignificante.

Sin embargo fascinante, porque su insólita aparición, situó una lupa sobre su esencia. Y su existencia aumentó,se agitó hasta trascender, para ir más allá y desprenderse de lo que era, nada más que un humilde filamento humano (que es lo que era), un burdo detalle inapreciable,  tonto y liviano, para convertirse en una puerta a lo inhóspito.

Su descubrimiento provocó en mí una fisura en el dique de contención de lo cotidiano, que poco a poco, y más pronto que tarde, lo haría ceder para  desbordarse, de modo salvaje, en una gran historia.


Aquella tarde el sol se desprendió de un cielo añil y helado y de desplomó sobre el mar salpicándolo todo con un hermoso rayo verde. Un relámpago, glauco como una mirada, que se desplegó durante un instante sobre el océano. Un barco de pesca, solitario como un lobo en la estepa, echaba sus redes en el horizonte.

“¿Lo habrán visto?”, pensé.


Tres días después no hubo periódico. Viernes Santo. Ni carne ni mentiras. La peor de las vigilias.

Así que no fui a trabajar y me dediqué a mirar al techo toda una mañana mientras la televisión, iluminando mi rostro a sacudidas, murmuraba trivialidades de actualidad.

El tono sereno o agitado de los presentadores al hablar, al comunicar o anunciar, permitían vislumbrar en su discurso un mundo enfermo. Roído hasta el tuétano.

Me levanté agotado, inundado por la zozobra y asqueado, sumido en la paradoja de mi estado.

Junto a la cafetera apareció una nota, escrita a mano, que rezaba: “Percy Shelley murió ahogado en la tempestad y sus restos fueron incinerados. Su cadáver se hizo cenizas, polvo, se hizo nada, salvo su corazón, que no ardió ni se quemó. Permaneció intacto”

Comprobé la caligrafía y me pareció torpe, casual y sexy. Quizás femenina.

“Es imposible”, caí en la cuenta. Y entonces, mi pulsó se agitó y me giré de golpe para comprobar la presencia que fugazmente percibí a mi espalda.

Esa presencia que se llenó de vacío.

Nadie.

Nada.


Aquella noche decidí salir a cenar con unos amigos. Tras darle un par de vueltas, decidí situar disimuladamente dos cámaras en la casa. Una en la cocina, otra en el baño. Programadas para disparar cada 30 segundos.

Datos técnicos: 20 mm (fijo) ISO 6400, f 1,8, obturación 1/160.

Cenamos pizza napolitana y tomamos mucho vino.

La masa de la pizza me supo a cartón húmedo, el vino, insípido como el agua, apenas turbó mis sentidos.

Estaba rodeado de decenas de personas.

Jamás me había sentido tan solo.


El sol optó por engatusarme a través de los huecos de la persiana. Me desperecé y sin desayunar decidí comprobar el resultado captado por las cámaras. En 27 de 2456 fotografías, pude observar la presencia de una mujer.

Delgada y de estatura media. Hermosa, morena como una sombra, sus ojos cetrinos poseen la quietud de un mar en calma.

Es consciente de la existencia de las cámaras.

Fija su mirada hacia ellas mientras sonríe encerrando un universo entre sus labios.

Soy consciente de que me ama. Sus pupilas lo confiesan. Probablemente yo la amo.

Sí, es posible que lo haga. Hasta el infinito.


En el mismo espacio.

Ja.

Y en otro tiempo.

 

 

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