Enana Roja

Mi colegio se llamaba “Generalísimo Franco”
Porque era un colegio público de esos, roñoso e insalubre, que el régimen había construido para adoctrinar los hijos de los marineros de Monelos, que ya a duras penas podían pagarles la comida, para aún por encima tener que preocuparse de que un chupatintas falangista les enseñase la lista de los Reyes Godos.
Yo aterricé en aquel agujero educativo en el año 81, pero no le cambiaron el nombre hasta bien mediados los años 80.
Fue con la llegada de los aires galleguistas rancios de Albor, Coalición Galega y otras extrañas formaciones al Parlamento lo que provocó que se rebautizara aquel foco de infección como “Colegio Público Otero Pedrayo”
Aquel acontecimiento tan destacable sin embargo,y de manera colateral, provocó que se nos fastidiase el escudo de la escuela (que consistía en las iniciales del dictador superpuestas una sobre otra, una G y una F, que creaban la imagen de un barquito con velas más feo que una mofeta)
Claro, tuvimos que cambiar de chándal todos los alumnos, en mi casa, yo y mi hermano, así que mi padre, muy rojo y muy Castrista por aquellos tiempos, al enterarse del gasto que supondría, sufrió un transfuguismo temporal y estalló en cólera.

En Elviña fuimos los precursores de la ley de la memoria histórica, de los rojos desteñidos por el vil metal y del consumo de heroína adulterada.


En fin.

La Xunta, animada o cegada por una incipiente y sólida economía sustentada por el lúdico bienestar de los narcóticos gallegos, decide en un ataque de generosidad, colocarnos en el colegio una memorable pista de cemento para que desarrollemos sobre ella nuestras actividades ocio-deportivas.
La dureza del cemento unido al descuido arquitectónico de cubrir la pista con algún tipo de techo, provocaron más accidentes entre los infantes allí matriculados que Marc Márquez entre sus rivales.
Aún así una pista de cemento era mejor que una planicie embarrada, que era lo que teníamos hasta el momento, y que convertía los recreos en una especie de migración incontrolada de ñus por el Serengeti, con cientos de niños asilvestrados chapoteando entre pozas ponzoñosas y un continuo intercambio bélico de lanzamiento de terrones.
Tras el recreo siempre había un recuento de bajas, que los profesores , siempre muy profesionales, realizaban con absoluta naturalidad: uno con tres puntos en la frente, otro con el brazo roto, otro vomitando tierra, siete fugados a través del muro, y cuatro robos de zapatos…
Mi profesora ,en tercero de EGB, se llamaba Señora Mercedes pero tenía un BMW ,con el cual, y siempre según ella, subía al Everest cuando llegaban las vacaciones de verano.
Religión nos la impartía la Señora Julia, que también era profesora de inglés, y que derivaba siempre e inevitablemente a la diestra cada vez que dejaba caer una frase.
Mis padres, que todos los días sugerían terribles aberraciones en las partes nobles de los sacerdotes, me matricularon en ética, asignatura que consistía en situarse en un rincón del aula con  lápices de colores y hacer incontables dibujos de temática libre.
Me aburría tanto allí yo solo, que al final terminaba atendiendo a las chorradas que contaban.
De hecho sabía tanta religión que podía haber propuesto una segunda reforma Calvinista desde mi clase.
Además de profesora de ancestrales creencias, la Señora Julia también era la madre del cantante de “Los Limones”.
Todos escuchábamos “Los Limones”. Todos amábamos a “Los Limones”. Todos teníamos cintas de “Los Limones”
Bueno. Supongo que era mejor decir eso que estudiar inglés,¿no?


El caso es que me acordé de todo esto porque mis compañeros de promoción contactaron conmigo por facebook.
Por supuesto no respondí, simplemente me limité a observar los caretos de mis antiguos socios de clase en sus fotos de perfil.
Aquellos individuos, y puedo prometerlo, habían sido alguna vez niños.
Ahora parecían una hamburguesa de “El Delicias”
Y es que de vez en cuando y cuando surge me gusta recordar el pasado, pero odio regresar a él. Y es que en cierto modo he siento afortunado de haber vivido bastantes cosas y sobre todo haber conocido a mucha gente.
Y los que por algún motivo, bueno, malo o coyuntural, se han ido, me han echado o he apartado de mi vida, en fin, considero que así ha de ser y así ha de quedar.
También entiendo el poder de una fotografía, por oficio y por experiencia más que muchos otros.
Y sé que una imagen, inocente y roma, con el tiempo puede afilarse hasta que sus extremos la hagan cuchilla.
Y entonces corta lo que sea, corta carne y la hace sangrar. Y hiere corazones.
Veo una foto de toda aquella promoción y regreso por un instante a aquellos tiempos.
En la toma muchos de nosotros vestimos aquel chándal espantoso y portamos en nuestros rostros infantiles ojos brillantes y sonrisas expectantes.
En el medio y medio de todos ellos estoy yo. Rubio, enjuto y serio. Contemplo con mirada afilada a la cámara. Una ojeada directa y seca al objetivo.
Sé que me estoy viendo a mí mismo dentro de treinta años. Como la luz de la estrella que atraviesa el cosmos durante años para llegar al observador.
Nos mantenemos la mirada sin vacilar unos minutos hasta que finalmente sonrío.
Satisfecho.
Porque sé de sobra que ambos nos reconocemos.

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