Cruces de hierro

La arena de Normandía


«Recuerdo el primero en morir, el hombre salió del mar y estaba buscando un sitio donde esconderse. Le apunté al pecho pero el disparo fue alto y el dio en la frente. Vi su casco de acero rodando hacia la orilla y entonces se desplomó. Sabía que estaba muerto… aún sigo soñando con ese muchacho y me pongo enfermo cuando pienso en él ¿qué podía hacer? ellos o yo, eso era lo único que pensaba. Éramos 30 hombres, cada uno con un único pensamiento e la cabeza: ¿saldríamos vivos de allí? Yo no quería estar en esa guerra, no quería estar en Francia y no quería estar disparando con una ametralladora a chavales de mi edad (20 años). Pero ahí estábamos, sirviendo en una guerra que ya estaba perdida y obedeciendo las órdenes de nuestro teniente de abrir fuego tan pronto como el agua les llegara por las rodillas.

Tenía 12.000 cartuchos, empecé a disparar a las cinco de la mañana y estaba aún disparando nueve horas más tarde .No sentía pánico, ni odio, uno hacía lo que tenía que hacer y sabía que ellos, tan cierto como que el infierno existe, te harían lo mismo a ti si tuvieran la oportunidad. Al principio los cuerpos estaban a 500 metros, luego a 400, más tarde a 150. Había sangre por todos lados, gritos, muertos y moribundos. El oleaje mecía más cuerpos en la orilla».

 

Cabo Hein Severloh


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