Cosas que hacer en Segunda cuando dicen que estás muerto

La ventana del salón estaba abierta.

Y todo comenzó con un murmullo que después se hizo un clamor ensordecedor y zanjó de golpe el tibio silencio de la sobremesa del domingo.

Sobresaltado, dejé mis juguetes y le pregunté a mi madre qué era aquello.

“El fútbol”, respondió tajante, enhebró la aguja con pericia y matizó,”el Deportivo”, y señaló con la mirada a alguna parte más allá de la pared,

Y es que en el año 81 mi familia vivía de alquiler en Julio Rodríguez Yordi, en un minúsculo, feo, mohoso e insano  quinto piso sin ascensor.

Pero a cien metros del Estadio de Riazor.

Supongo que tuve que esperar alrededor de quince días, pero mi padre obligado por mi insistente curiosidad y tentado por un enfermizo orgullo blanquiazul, accedió a llevarme a mi primer partido del Depor.

Era la temporada 80/81 y el Depor no estaba en Segunda.

Estaba en Segunda B.

Yo no lo conocí en el infierno. Yo lo hallé en sus condenadas cloacas, y por eso, casi obligado, me enamoré locamente de él.

Con cinco años.

Mil quinientos espectadores, ese era el listón insuperable de asistencia cada domingo a Riazor, exactamente un tercio del público que asistía al Liceo de Hockey del célebre Daniel Martinazzo esos mismos domingos al mediodía.

Mil quinientos aficionados tan fieles como para peregrinar una vez más al estadio tras una derrota con la Arandina, tan leales como para flirtear con una neumonía en una grada de preferencia sin cubierta un lúgubre día de noviembre, esos mil quinientos tipos tan patéticos, tan fatalistas, tan grises y silenciosos.

Y sin embargo tan heroicos y románticos.


Que contemplaron como Agulló, (aquel centrocampista que ocultaba su innegable clase tras un trote propio de un asno cojo), contra el Recreativo de Huelva y en una falta, tras anular el árbitro el primer lanzamiento, metía dos veces la pelota por la misma escuadra.

O Cayetano, que tras un lamentable intento de centro, deja a Vicente solo ante un excesivamente motivado guardameta del Racing, para salvarnos con un pírrico remate de la desaparición como club , justo en el último instante del tiempo añadido.

En el último segundo del fin de los tiempos.

O aquel memorable pase de Aspiazu (ahora segundo de Valverde en el FC Barcelona y bastante peor que la carne del pescuezo) que le pone en el pecho a Jose Ramón, (ese sobrevalorado hermano de Fran)  para que invente aquel gol de volea, euclídeo,  áureo, en el aliento final de un partido contra Las Palmas.

La bota de Jose Luis Vara volando cada vez que disparaba a portería y entonces la pelota entraba como un misil pegada al palo y el calzado aterrizaba junto al banderín de corner.

El malogrado jugador del Celta , Alvelo, dejándose caer a diez metros del área y el árbitro señalando penalti en el único y fatídico “play-off” de la historia de la liga.

O el incendio de la cubierta de Preferencia Superior, en el decisivo partido ante el Murcia en el que el Deportivo abandonó el infierno surgiendo entre llamas. Aquel fuego provocado, (y lo sé porque yo lo vi y porque estaba justo debajo), por la caída de una bengala disparada con una pistola sobre el techo de la grada.

Y es que en aquellos tiempos todo estaba (si cabe) aún más asilvestrado que ahora.

La carga policial del Depor-Valladolid en general, y la patada de Hierro a Fran en aquel partido de vuelta de la Copa. Que fue un robo, un hurto y un atraco al mismo tiempo, y que no sólo nos privó de que un equipo de Segunda fuese el primero y único equipo en toda la historia que podría haber jugado una final de la Copa Rey, si no que también nos negó la posibilidad de poder disputar la ahora ya desaparecida Recopa de Europa, dado que el Real Madrid, el otro finalista,  se había proclamado ya campeón de liga.


Después llegó Lendoiro, que actuó exactamente igual que el cliché de la mujer fatal en una novela negra: nos hizo pasar los mejores momentos de nuestra vida para que, al final del relato, dejarnos solos y arruinados como un solar.

Pero esa historia, la de los éxitos, la de Djuckic, la del Oporto de Mourinho, ya la conocen todos y en todo el  mundo.

Así que me la ahorraré.

Porque ya es historia del fútbol y porque es de manual.

Una condenada película de Scorsese: ascenso y caída.

Así que a la fuerza llegó la tecnocracia de Tino Fernández, al que le costó unas cuantas temporadas descubrir que no es lo mismo una señal wi-fi que un pase entre líneas.

Mala gestión deportiva, tal vez una transición fallida, a medio camino, quizás mala suerte, incompetencia o fatum  o todas las cosas al mismo tiempo.

El caso es que ahora, en nuestro maravilloso devenir poético, parece que hemos fallecido.

Otra vez. Una más.

Y nos entierran en el cementerio de Segunda.

Así que no nos queda más remedio que regresar de entre los muertos.

Porque en realidad ni lo estamos, ni lo estuvimos, ni estaremos muertos jamás.

Lo que ocurre es que hay temporadas en las que tenemos plantillas con jugadores muy animosos y dicharacheros.

Y entonces nos vamos de parranda.

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