Canto al ecuador

La huella en el cemento


Sentí la amarga sensación de verme incapaz de poder mostrarle aquel lugar que yo podía ver, tal y como yo lo percibía, fui consciente con una desolación plena y angustiosa de que jamás podría hacerle entender que esas aceras sucias como un pecado, aquellas avenidas rectas y tumultosas, las fachadas mohosas y oscurecidas por el tiempo y la mugre, y que las esquinas de todas y cada uno de aquellos edificios feos y apelotonados como juguetes rotos encerraban más misterio que de lo que aparentaban a simple vista.

En su hormigón, es sus ladrillos, en sus pilares y cimientos, en su pintura desgastada, en sus desconchados abiertos como heridas purulentas, habitaba para siempre una parte de nosotros que pasase lo que pasase, jamás se desprendería de ellos.

Si por un momento, si tan sólo por un ridículo lapso de tiempo en el tiempo eterno en el que se zambulle el cosmos en su estado primigenio, ella pudiese poner uno de sus delicados pies en el interior de mi cabeza y ver a través de mi mirada todo aquel mundo, todo aquel batiburrillo y amasijo de sensaciones que se revelaban salvajes y nítidas ante mí, su corazón no lo hubiese soportado y habría saltado por los aires presa del pánico.

Porque considerando el brutal apego atómico a nuestras almas de cualquiera de aquellas monstruosas estructuras que se alzaban y nos rodeaban como una tribu de guerreros africanos, sería impensable plantearse que ella albergase en su interior un leve haz de sospecha ante aquella colosal evidencia de acontecimientos. Si lo hubiese intuido mínimamente, si apareciesen tan sólo en ella unas mínimas trazas de certeza hacia todo aquello en la sangre que discurría a borbotones por sus venas, al instante y sin remedio hubiese muerto de alegría.

Se habría marchitado como una flor, colorida como tan sólo lo puede ser el mar,y lo habría hecho en un miserable momento. Se le habrían girado las tripas y las entrañas, se le habrían puesto del revés y no habría sobre la faz de la Tierra un cirujano, sabio, doctor o curandero que encontrase la manera de volver a colocarlas en su sitio.

Afortunada y trágicamente, aunque hubiese nacido trescientas sesenta y cinco veces en cualquiera de los días que abarrotan el calendario, nunca hubiese podido entender que la ciudad había dejado se ser un simple ciudad perdida como un barco perdido a la deriva y se había transformado para siempre en algo nuestro.

En un artículo de uso privado, en uno de nuestros efectos personales. Se había desprendido de toda identidad, de todo refugio de libertad y había pasado a ser de nuestra propiedad.
Desde el rincón más hermoso y brillante de su anatomía, hasta el lugar más alocado, deprimente y asqueroso que contuviese, incluso el callejón más siniestro y raído que clamaba y llamaba al suicidio o al homicidio en primer grado o la plazuela más coqueta y acogedora sobre la que se podría edificar el paraíso, formaba ya parte de nuestro patrimonio.

Éramos ricos, asquerosamente millonarios, terratenientes y latifundistas. Especuladores en tierra de nadie.
Todo nos pertenecía ya, su cielo y su infierno, desde el primero de los segundos en los que pronunciamos nuestros nombres y apellidos cada uno de ellos en boca del otro.

Por eso, a veces, cuando regreso a casa alguna absurda madrugada digna de no haber nacido nunca, cuando cruzo una calle pisoteando los charcos de una lluvia perenne bajo un frío desacogedor y un cielo asesino y gris no puedo dejar de sonreír sabiendo que alguna vez allí, nosotros fuimos reyes.

Y entonces me viene a la cabeza un frase que repito después en mis labios, como venida del más allá, como si regresase de entre los muertos.
Y resuena triste y desamparada como el eco rebotando en las paredes de una ciudad vacía.
De la que hace tiempo ya que hemos perdido la llave.


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