1976

“A lo largo de mi vida he hecho muchas cosas mal, pero puedes creerme, únicamente aquellas que he hecho bien son las que me han creado enemigos”

Y como suena demasiado trágico esbozo una sonrisa que remata la paradoja.

“Y claro, eso es algo que no dice gran cosa a mi favor… pero aún dice menos de todos los demás”

Una excéntrica brisa del sur ondula la piel de la descuidada hierba de los aledaños de Punta Herminia y dibuja olas glaucas a nuestro alrededor, tan cetrinas como cursis.

La tarde parece consumirse como el cigarro que uno olvida en el cenicero y cuya ceniza se alarga y moldea en un equilibrio imposible.

“Tienes un humor triste, o no sé, tal vez tengas una tristeza cómica. Me cuesta mucho distinguir cuando hablas en serio”

Me lo han dicho mil veces ya.

Una más es tan sólo una muesca más.


A lo lejos, un niño obcecado en negar la gravedad, trata inútilmente de volar una cometa. Corre con tanta torpeza como determinación y sólo alcanza a arrastrar el artilugio por el suelo como si tirase de la correa de un perro.

Las metáforas con cometas siempre quedan mejor.

“Me gusta tu vestido. Transparenta a contraluz. Y ahí está lo fascinante del vestido. Porque un contraluz siempre oculta algo que se puede ver, en cambio y en este caso, lo descubre

Y es el inusual viento austral el que  acompaña mi afirmación dándole vida al vuelo de la falda con un ligero susurro.

Se cuelga de mi cuello y se aproxima, acerca sus ojos a los míos hasta que soy incapaz de enfocar su rostro. Y casi saboreo su aliento.

“Vaya”, dice, y lo dice de una manera que no da pie a decir ninguna cosa más.

Nunca más.

Y yo me encojo de hombros y con el gesto me sacudo la culpa. La que siempre me invade cuando siento que le gusto a alguien.

“Soy fotógrafo. O eso dicen. Sólo sé decir tonterías, beber y cabrearme”, y me escudo también tras el chascarrillo. A la desesperada.

Nuestras sombras, en pleno abrazo, se extienden más allá y caen proyectadas a los acantilados hacia el mar en un suicidio involuntario.

Me gusta sentir el salitre en la comisura de los labios y el calor disipándose en el ocaso y la sensación de que algo es especial, único, que ese instante no podrá repetirse jamás.

Me fascina ser plenamente consciente del momento, del segundo y del instante decisivo, que se eleva y se reivindica para dejar atrás la vulgaridad de lo cotidiano y transformarse en recuerdo.

Porque un recuerdo es una fotografía en la que uno cambia la cámara por el corazón.

“¿Has comido algo con cebolla?”, lo pregunto porque no sé discernir si lo que digo va o no en serio.

Pero ella ni se inmuta. Se queda muy quieta y muy segura.

Se hace inolvidable.

Infinita.

Con esa presencia que a mí me falta, con la serenidad que a mí se me niega.


Ella arde como el sol y con la calma de un mar en calma.

Con la quietud animal, salvaje, de la que te ha descubierto sin que la hayas visto venir.

“¿Sabes?, créeme. Son todos unos gilipollas. Yo también puedo verte a contraluz

El niño y su puta cometa, los perros ladrando entre los arbustos, la torre milenaria alzándose como un tirano sobre la roca, el mar asilvestrado azotando el trasero de los peñascos, las parejas paseando de la mano, los ancianos en su último paseo, el alquiler itinerante de patinetes asesinos eléctricos, la tarde euclídea y el sol perfecto.

Todo y todos quedan fuera del encuadre para siempre.

Y los dos nos quedamos solos.

Allí plantados.

En nuestro contraluz imposible.

 

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies